Fábula moderna de los miedos humanos. Perdidos en la selva espesa de una isla desierta, con la inmensidad del mar vacilante que no deja esperanzas de un desembarco pronto.
Inmensidad del terror y de los temores, perdida de la memoria y de las capacidades físicas, drama de Robinson y Viernes en la pantalla del televisor, vidas que se entrelazan por arte del destino. Pasaje a la estación de la muerte y de la resurrección.
El limbo perfecto entre la belleza del pensar, existir y de la pudrición de la carne en miles de partículas de arena.
Alegorías religiosas, los elegidos y la unipersonalidad de los recuerdos que invocan a los pasajeros de esta nave que las consecuencias de los actos desembocan en la realidad palpable y en el día del juicio final.
Todo el rollo de la película pasando por los ojos en una fracción de segundos. Perdidos en el espacio, sí, pero aquel que no se puede medir, donde no hay ni estrellas ni supernovas, solo la espiritualidad encogida a la expresión más mínima.
Rostros que se repiten, seres extraños y alienígenas, situaciones paranormales que alguna vez se soñaron y que hoy se hacen realidad, fantasías animadas de ayer y de hoy que no están envueltas de la alegría de Tom y Jerry.
La vida misma en su culminación y en su comienzo, el equilibrio necesario para pasar de una etapa a otra, abrazados a la mera consistencia de los actos y a las experiencias que acumuladas forman la historia ceremonial del ser humano.