Hoy escribo desde las cavernas más profundas de la existencia, aquellas que están habitadas por miles de seres reprimidos y que también quieren ahogar su sentimiento de culpa de no poder canalizar su oculta molestia.
Estos seres mágicos estallan del abismo de miles de personas y producen revoluciones, actos de valentía y de cobardía. Atrapan a la humanidad en un solo individuo. Se manifiestan por cada paso del tiempo que ha borrado sus huellas de derrotas y sufrimientos. Son también microespíritus que mueven a un ente individual a conducir a un pueblo, asumiendo el rol de caudillo sangriento que solo busca retribuir tanta generosidad de un mar de gente que lo idolatra, pero lo odia.
Es la fe inconmensurable a ésta explosión cavernaria lo que desemboca en que el mundo cada vez que gira cambia su rostro.
La entrañable partícula del convencimiento de que los actos que se realizan cuando ingresamos por un instante a la oscuridad de nuestra verdadera esencia como seres, cuando el palacio de los siglos y siglos que solo nos han mutado a una perfección indeseada se derrumba ante la evidencia delatora de que las cavernas del alma están ahí gritando desesperadas, ahí recién encontraremos el fundamento para nuestra liberación.
Cuando a lo lejos se siente el llamado de la selva, solo queda acudir o esperar que el feroz sonido se disipe en la espesa niebla de los propios temores.
El ruido insoportable parece un fenómeno extemporáneo, pero ocurre aquí, a solo metros de tu tierno regazo. Son las voces desesperadas de miles de hombres de las cavernas, que tal como tú, saben que lo inevitable está por venir.
La evolución es como un mal chiste, contado por años para sobornar la inocencia de aquellas mentes que debían olvidarse de lo que eran, para ahora ser lo que son. El hombre civilizado es el modelo de la parsimonia diabólica que como humanos hemos creado para justificar nuestras imperfecciones.
